Miramos al coreógrafo que parece un fantasma. Tardará horas en dar una respuesta.
—No tenemos ART —interviene Bettina asomando, con su altura, por encima de las cabezas de todas nuestras compañeras.
—¿Cómo que no tienen ART? —el doctor arruga sus facciones y se saca el estetoscopio de los oídos.
—No, no tenemos.
—¿Pero ustedes están trabajando acá? ¿Este es su trabajo?
—Sí, desde hace años. Pero no tenemos ART.
La cara del doctor revela que no puede creer lo que escucha. Mira al enfermero y le hace una seña para subir a Victoria a la camilla. El novio y yo los ayudamos a bajarla por las escaleras, él sube a la ambulancia y se van a un hospital público.
Vuelvo a la sala, no soy el único que está conmocionado. Todos secretean como si estuviera prohibido hablar de lo sucedido. Sólo Bettina, Wanda y Silvina hablan con una voz un poco más alta. Yo me sumo a los que secretean con culpa. Culpa de qué, no sé. Pero es culpa de algo, de todo, y también de nada.
Imposible volver a ensayar.
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Ficción, quizás. Un pequeño tajo en lo real para dejar correr unos aires de imaginación, diría. Pero la historia
es historia, y los sucesos, parecidos pero diferentes, permiten palpar algo de aquello que pasó. Incluso el
gesto de contarnos ese cuento es ya una forma más de acción que sigue las mismas motivaciones: mejorar las
condiciones de lxs trabajadorxs de la danza.
Hubo que deshacer la idea de que, de alguna extraña manera, lxs bailarinxs son “especiales”, porque ello los
ha llevado a mantenerse “por fuera” y no como parte de lo social, lo que implica, entre otras cosas, la pérdida de
los derechos más básicos, como contar con un seguro de trabajo. Visto desde esta perspectiva, la consigna
“Somos trabajadorxs de la danza”, permitió devolver la carne a los cuerpos que practican las artes del
movimiento (lo que implica también desarmar la imagen etérea y fantasmal de quien baila).
Ojalá este libro también sirva para recordar que siempre es en la calle y que siempre es en grupo.
La danza, la lucha, la construcción, lo que investigamos, lo que escribimos, lo que creamos, lo que somos
siempre es colectivo.
Leer a Ernesto nos recuerda que el esfuerzo, el empuje y las esperas grupales sostenidas son la
clave de toda lucha, y fueron los pilares con los cuales este grupo de bailarinxs consiguió sus propósitos (y
más!). Un relato escrito con una sencillez tan elaborada como difícil de lograr, que refleja que los objetivos que
aparecen inicialmente como preguntas difusas, intuiciones, sensaciones e inquietudes, gracias al
trabajo colectivo y al soporte de unxs con otrxs, se materializan incluso en formas inesperadas.
Nota editorial de Josefina Zuain
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Ernesto Chacón Oribe nació el 19 de septiembre de 1978 en Mar del Plata. Estudió piano, violín y ballet.
En Buenos Aires se recibió como bailarín del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, estudió teatro con Mariano Moro, Lizardo Laphitz y Agustín Alezzo, y realizó talleres literarios con Luis Mey, Anahí Flores y Paola Molina. Trabajó en el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, co-creó el grupo de danza independiente Nuevos Rumbos y la Compañía Nacional de Danza Contemporánea que co-dirigió desde 2009 hasta mediados de 2011 y a la que aún pertenece. Coreografió varias obras, participó en diversas películas y documentales y fue uno de los ocho bailarines que en 2023 bailó en la Antártida, un hecho histórico ya que fue la primera vez que la danza estatal y profesional pisaba ese continente.
Como bailarín ganó los premios Clarín Revelación (2006), Clarín Figura de la danza (2007) y Premio Konex (2009). Es autor de varios cuentos, de la obra teatral Astillas de un mismo árbol y de la novela La danza de los invisibles. Su cuento Cuando llegué apenas lo conocía ganó el primer premio del concurso Relatos de la Antártida organizado por UPCN.
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